«En los últimos momentos de un moribundo se puede encerrar el absoluto» (Simone de Beauvoir).
No podemos disociar la muerte de nuestra propia existencia y de la
vida de las personas de nuestro entorno.
Sabemos que morimos, y conocemos nuestra constitución mortal:
somos seres inexorablemente abocados a la muerte. La muerte
sombrea la vida, es su lado oculto, tan real como la cara oscura de
una esfera iluminada, presente desde el principio. Desde el inicio de
los tiempos se sigue presentando como un enigma, y nunca entrega
del todo su secreto.
Reconocer nuestra finitud es respetar el drama de vivir y
enfrentarse a la angustia, a ese peculiar dolor humano que nos
atenaza en esa especie de agujero negro de nuestra existencia.
Kierkegaard hacía referencia a esa angustia al señalar que
«arriesgarse produce ansiedad, y arriesgarse lo máximo es tomar
conciencia de uno mismo». Y justamente éste parece ser el camino de
nuestra realización como seres humanos: la toma de conciencia de
uno mismo.
La muerte es el cese de la vida natural de la persona, el final de su
existencia. Morir es algo único, personal e irrepetible. El protagonista
es aquí el ser humano, y ni él puede ignorarlo ni otro puede privarle
de serlo. Alguien dijo que la gran ventaja de los moribundos es que
sólo se muere una vez.
La vida y la muerte se sitúan dentro del marco de la existencia, en
el espacio delimitado por el nacer y el morir.
No hay un único modelo de actitud ante la muerte que pueda
proponerse para que ésta sea vivida de forma humana y digna. Hoy
se empieza a hablar de «vivir la propia muerte». Lo que proponemos
es una muerte apropiada, distinta de la muerte eludida, negada,
buscada o absurda.
Integrar la propia muerte significa vivir sabiéndose finito,
reconociéndose limitado; significa estar dispuesto a morir cuando nos
toque; significa que intentaremos al menos vivir cada día como si
fuese el último; significa la esperanza de tener mil días más para
vivirlos.
La muerte cercana coloca a la persona delante de su propia vida.
Sitúa a cada uno frente a lo esencial, confrontándole con el sentido
de su historia personal. El significado que descubrimos en nuestra
vida difiere de persona a persona, incluso puede variar en una misma
persona según el momento y la situación. Viktor Frankl señala que el
significado hay que descubrirlo, que no es un dato, algo dado,
haciendo notar que la búsqueda es más importante que el hallazgo.
Es cierto que nunca somos enteramente libres, pues las limitaciones
sociales, biológicas y culturales nos constriñen; pero Frankl cree que
no existe restricción que sea tan poderosa que pueda aniquilar
nuestra libertad de adoptar una posición para, por lo menos, escoger
una actitud ante el sufrimiento, esa que tan bellamente plasmó José
Luis Martín Descalzo en los versos con los que comenzamos este
artículo.
Todo hombre y toda mujer, por lo menos en algún momento de su
vida, se descubren a sí mismos enfermos de una soledad incurable.
Todos hemos de enfrentamos radicalmente a solas con las
experiencias más importantes de la vida. Nadie puede amar, creer,
sufrir, morir en nuestro lugar.
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